Ya van dos días en que una alarma de carro me taladra los oídos desde buena mañana. El sueño más rico de todos, ese entre las 6 y 7, se transforma en mal humor y dolor de cabeza a causa de esos dispositivos que no sirven para nada más que para molestar.
Porque, la verdad sea dicha, si una maldita chicharra de esas se activa y pasan los minutos sin que su desconsiderado dueño venga a ver qué le pasó a su carro (lo que peor es que se activan porque les pasó una bicicleta a la par) entonces, ¿qué sentido poner ese escandaloso aparato en el carro?
Fui víctima de robo de vehículo, de tachas, de rayonazos, de choques. Mi historial automovilístico ha estado lleno de eventos desafortunados y, tengo que decirlo, en la mayoría de veces no ha mediado mi culpa. Pero nunca me ha pasado por la mente introducirle ese diabólico ser a ninguno de los carros que he tenido.
La situación de estos días en mi nueva residencia no tiene solo que ver con estropearme el sueño. Esto no sería tan grave si yo no viviera a cien metros del Hospital Blanco Cervantes. Sí, ese adonde asisten e internan a nuestros viejitos. Me parece una barbaridad que existan personas tan poco sensibles y respetuosas con el bienestar de los demás.